En relación con la intimidad, la laicidad no puede en absoluto pretender regular esta esfera. En este espacio, los indviduos pueden fomentar y descubrir su subjetividad, y “las personas privadas se conciben a sí mismas como independientes incluso en la esfera privada de su actividad económica”. La intimidad, no nace en la modernidad sino que ya existe en la época clásica. Lo que diferencia, a mi juicio, ambas épocas, son los temas y las estructuras de la intimidad. Como recuerda Habermas, en los siglos XVII y XVIII, este “recinto más intimo de lo privado (…) está continuadamente inserta en público”. En efecto, con el diario íntimo y la novela epistolar burguesa (con en particular los Ensayos de Montaigne), “el interés psicológico crece desde el comienzo en la doble relación consigo mismo y con los otros (…)”[1]. Como señala E. Garzón Valdés, el velo protector de la intimidad sólo puede ser levantado por el individuo mismo. En efecto, “lo íntimo es, por lo pronto el ámbito de los pensamientos de cada cual, de la formación de decisiones, de las dudas, que escapan a una clara formulación, de lo reprimido, (…)”[2]. El ámbito de la intimidad “escapa a toda valoración moral” porque “es donde el individuo ejerce plenamente su autonomía personal; es el reducto último de la personalidad, es allí «donde soy lo que soy». En él, el individuo es soberano, como diría John Stuart Mill, en él decide las formas de su comportamiento social, privado o público, que es el que constituye el objeto propiamente dicho de la moral”[3].
La laicidad, como cualquier otro principio jurídico y moral, no puede pretender penetrar la esfera íntima de los individuos. En efecto, es en esta esfera donde toman forma la personalidad, la subjetividad, las emociones, los sentimientos y la autonomía de cada uno. Las relaciones consigo mismo no pueden tener ninguna restricción y los terceros no pueden intrometerse en esta esfera. Por tanto, y como apunta H. Arendt, la función apropiada de lo privado moderno consiste en proteger lo íntimo no sólo de la esfera política sino y ante todo de la esfera social. En referencia a Rousseau, el individuo moderno nació en esta rebeldía del corazón contra las igualadoras exigencias de lo social[4]. Sin embargo, no se puede pretender tampoco imponer su esfera íntima a la vida pública y a la esfera del poder político. Es decir, y más precisamente, las convicciones religiosas pueden desarrollarse individual y colectivamente. No obstante, no pueden ni tener la pretensión de erigirse como la única verdad en el ámbito público (rechanzo cualquier dialogo pacífico y racional con los otros grupos de la sociedad) ni imponer sus dogmas a las políticas del Estado.
La laicidad pretende que los individuos puedan compartir algunas referencias culturales y sociales comunes, sin que ninguno niegue por tanto sus diferencias. Con otras palabras, la laicidad quiere unir a los diferentes y aquí choca precisamente con una concepción pre-moderna de la religión. La etimología de esta noción vendría del término latín “religare” que significa precisamente “unir fuertemente” y “vincular”. La “religación”, se puede intepretar de dos maneras: “como vinculación del hombre a Dios o como unión de varios individuos para el cumplimiento de ritos religiosos. En la segunda interpretación se acentúa el motivo ético-jurídico”[5]. Sin embargo, esta unión era, hasta la modernidad, doblemente excluyente y particularmente en lo relacionado con la Iglesia católica. Primero, se establecía una división entre la jerarquía y los fieles. Segundo, se consagraba una diferencia entre los justos y los pecadores[6]. Por tanto, en su orígen la laicidad y la religión son dos conceptos rivales en la medida en que buscan un objetivo parecido: la unión de los seres humanos. Se diferencian fundamentalmente en el método utilizado para alcanzar esta unión.
Para las religiones que no han asimilado el proceso de racionalización y de secularización de la modernidad, se trata de mantener a los individuos unidos en la ignorancia y el miedo para impedir que puedan atreverse a pensar por sí mismos. No es una casualidad si Kant señala en su “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”, que el punto central de ésta se sitúa preferentemente en cuestiones religiosas, porque “la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas, la más perjudicial y humillante”[7]. El Sapere aude consistirá en salir de esta autoculpable minoría de edad, concebida como la incapacidad de usar su entendimiento sin la guía de otros. La laicidad pretende unir a los individuos, contemplándolos todos como seres ilustrados y diferentes. Esta unión no se fundamenta a partir de la exclusión y el miedo sino defendiendo unos valores comunes que pueden configurar este espacio público, esta res publica: la tolerancia, la democracia, la igualdad, la libertad, la solidaridad, etc.
Por tanto, la laicidad no es en absoluto un principio mínimo que se reduce a la tolerancia pasiva de todas las “opciones espirituales” posibles[8]. Al contrario, requiere también la defensa activa de todos los principios que consolidan el Estado de Derecho. Interpretando a H. Arendt, la laicidad forma parte de la esfera pública, del mundo en común, “nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro (…)”. Historicamente, la caridad - como experiencia humana del amor - ha sido el nexo que permitió unir a los miembros de la sociedad cristiana[9]. Ahora, con el proceso de secularización, la laicidad aparece como un nuevo principio ideado para mantener la unidad de la comunidad humana. Integra a mi juicio lo que H. Arendt entiende por “mundo común”, es decir, “lo que tenemos en común no sólo con nuestros contemporáneos, sino también con quienes estuvieron antes y con los que vendrán después de nosotros. Pero tal mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida que aparezca en público”[10]. La laicidad es una conquista de la modernidad y debe integrar el llamado “mundo común”, precisamente a través de la “publicidad”, el debate de opinión y la búsqueda del compromiso entre los distintos actores sociales.
Antonio Pele
[1] HABERMAS, J., Historia y crítica de la opinión pública…, op.cit, p. 86.
[2] GARZÓN VALDÉS, E., “Lo íntimo, lo privado y lo público”, en Claves de Razón Práctica, nº 137, p. 17
[3] GARZÓN VALDÉS, E., “Lo íntimo, lo privado y lo público”, op.cit., p. 17.
[4] ARENDT, H., La condición humana, trad. de R. Gil Novales, Paidos, Barcelona, 2005, pp. 62 y 63.
[5] FERRATER MORA, J., Diccionario de filosofía, vol. 2, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1969, p. 558.
[6] PECES-BARBA, G., “Reflexiones sobre religión y laicidad”, op.cit., p. 4.
[7] KANT, I., “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”, en ¿Qué es la Ilustración?, trad. de A. Maestre & J. Romagosa, Tecnos, “Clásicos del pensamiento”, nº 43, Madrid, 1999, pp.17 y 24.
[8] PENA-RUIZ, H., “La laicidad como principio fundamental de concordia, basada sobre la libertad de conciencia y la igualdad”, Interculturalidad y educación en Europa, Tirant lo Blanch, Valencia, 2005, p. 333.
[9] ARENDT, H., La condición humana, op.cit., p. 73.
[10] ARENDT, H., La condición humana, op.cit., p. 75.